Para saborear el patrimonio gastronómico cubano

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El patrimonio cultural, como herencia histórica, resume los modos de ser y hacer de cada grupo humano, pueblo o nación. No sólo en lo tangible, sino también en la transmisión generacional de experiencias emocionales. Por ello, la gastronomía compendia identidades, a la vez que fecunda inspiración para el enriquecimiento existencial. Al repasar orígenes, evolución y desarrollo de la cocina cubana, resalta una diversa confluencia de aportes en alimentos y formas de preparación, venidas de todos los continentes. Desde el propio surgimiento de las comunidades aborígenes, incidieron las migraciones procedentes de la actual Sudamérica, dando lugar a las etnias arahuacas o arawacs, primeros pobladores de Las Antillas, cuya denominación era equivalente a comedores de harina. De este modo, el consumo de feculentos como la yuca y el maíz constituyó elemento identitario de la alimentación en la prehistoria del devenido Nuevo Mundo. Dichos productos, junto con las bondades de la flora y la fauna existentes en el paisaje natural, sirvieron de sustento a los conquistadores, desde su llegada a finales del siglo XV.

La colonización española, junto con la evangelización a fuerza del acero, trajo a la entonces recién bautizada ínsula de Cuba una profusa variedad de géneros alimenticios, tales como gallinas de Castilla y de Guinea, cerdos, reses, encurtidos, quesos, embutidos, leguminosas, arroz y cereales, además de nuevos frutos y modos de elaboración. Curiosamente, hasta en la manera de vivir se manifestó el sentimiento nacional: los criollos pintaban sus casas de azul y blanco, a diferencia de los peninsulares que empleaban el color gualda (tonalidad de ocre claro, distintivo de la bandera española); los criollos comían el arroz con frijoles, en lugar de garbanzos y lentejas, al igual que se preciaban de beber café, en lugar de chocolate con leche.

Asimismo, vale destacar que el gusto por la comida española prende con mayor convicción entre los cubanos durante las primeras décadas del siglo XX; esto es, con posterioridad al triunfo de las gestas independentistas de 1868 y 1895, coincidiendo con una signifi cativa arribazón de inmigrantes gallegos y asturianos, muchos de los cuales fomentaron sus establecimientos comerciales (venta de víveres al detalle) y pequeños restaurantes. Consecuencia de la exterminación de los indios, comenzó la esclavitud de los africanos traídos a la fuerza, dando lugar a nuevos colores y sentires.

El gusto por el alto grado de dulzor en postres y golosinas se debió, precisamente, al trabajo en las plantaciones e ingenios azucareros de esta fuerza de trabajo inhumanamente explotada. El consumo del jugo de la caña (guarapo) en los campos, unido al aprovechamiento de las costras de melazas adheridas a los tachos (raspadura) y el hurto del azúcar ya producida, complementaban las formas de alimentación —de por sí, con alto valor energético- que constituyeron la llamada dieta del esclavo africano. De ahí que el tasajo, el bacalao, las viandas, el arroz y la harina de maíz pasaran a conformar elaboraciones emblemáticas de la cocina tradicional cubana. El negro cocinero introdujo en los hábitos alimentarios de sus amos blancos los mismos componentes de las mesas humildes. Puede considerarse como la primera victoria pasiva de los oprimidos sobre los opresores, en tanto que proceso decisivo en la formación de nuestra nacionalidad.

La impronta asiática, desde mediados del siglo XIX, también se hizo sentir en la gastronomía nacional, al insertarse nuevas combinaciones con la inevitable adaptación a un paladar ya bien defi nido por la presencia hispánica. Surge así una bien reconocida cocina chino-cubana.

No faltaron otras influencias, como la norteamericana, desde fi nales del siglo XIX, que despertó el interés y definitivo arraigo de las bebidas frías y las comidas rápidas, así como la presencia árabe y libanesa. Mención especial merece la cocina francesa, llegada junto con los inmigrantes franco- haitianos recién comenzado el siglo XIX, principalmente a las regiones de Santiago de Cuba y Guantánamo, en el Sur del Oriente cubano. Inicialmente, con pretensiones elitistas, marcadas por lo que bien pudo tildarse de esnobismo gastronómico, se insertaron las costumbres alimentarias y de las mesas francesas, posteriormente vindicadas por la comprensión de los indiscutibles valores académicos y profesionales de esta paradigmática cocina mediterránea, al punto de constituir buena parte del basamento de la cocina cubana contemporánea.

El controvertido descubrimiento de América propiciaría la presencia en Europa del chocolate, la vainilla, el maíz, el azúcar de caña, el tomate y la papa; mientras las rutas de los mercaderes desde Asia y África, cuyos recorridos estuvieron por mucho tiempo marcados por las adversas condiciones de enormes recorridos, abruptos accidentes naturales, rigores del clima y hostigamiento de enemigos y bandidos, permitieron el acceso a la canela, la pimienta, la nuez moscada y el anís. Dicho sea de paso, ¿qué se harían las muy fortalecidas cocinas europeas, verdaderos patrones de la excelencia, si las humildes naciones americanas, africanas y asiáticas comenzaran a reclamar su patria potestad o la propiedad intelectual respecto a frutos, especias y prácticas aportadas a las antropologías gastronómicas del Viejo Mundo y al patrimonio culinario universal?

La cocina italiana, amén de recurrente solución a la problemática alimentaria acaecida a comienzos de la década del 60 del siglo XX, fue asentándose progresivamente entre las preferencias cotidianas del paladar cubano, al igual que ocurriría en la mayor parte del mundo. Y con similar cronología, los suministros importados de los países de Europa del Este —antiguo campo socialista— introdujeron nuevas percepciones respecto a las cocinas eslavas y euroasiáticas, también asimiladas por la aceptación criolla.

En reiteradas ocasiones y escenarios, el Chef Gilberto Smith Duquesne, mentor de todos los cocineros cubanos, señalaba que “la cocina cubana constituía un importante rubro cultural exportable”. Y nada más cierto, no sólo como parte del producto turístico integral del país, a través del imprescindible acto de comer y beber que presupone atender al visitante.

 Imposible concluir estas referencias histórico-culturales de la gastronomía sin mencionar el ron, el tabaco y el café, que secularmente han acuñado la gallardía de nuestra nación.

DE LAS INFLUENCIAS AL REPLANTEO DE LA TRADICIONALIDAD

Con igual sentido que otras manifestaciones del arte, así ha venido ocurriendo con la cocina cubana. Para una mejor comprensión de este fenómeno, vale mencionar algunos ejemplos ilustrativos: Wilfredo Lam logró en su pintura un cubismo (movimiento artístico de vanguardia, surgido durante las primeras décadas del siglo XX, en Francia) sincretizado con los íconos afrocubanos; Benny Moré se apoyó en el formato musical de las jazz-band norteamericanas para enaltecer la sonoridad criolla; y las producciones del naciente Instituto Cubano de las Artes e Industrias Cinematográficas (ICAIC) estuvieron marcadas, en sus inicios, por el neorrealismo italiano y la “nueva ola francesa” hasta que un grupo de creadores se dieron a expresar nuestras realidades con un discurso estético propio.

Cambiar, como inevitable vía para preservar y sin detrimento de la autenticidad, representa una divisa imprescindible para la industria de la hospitalidad cubana. La variedad ya comienza a ser norma obligatoria en medio de una revolución gastronómica que los tiempos actuales reclaman.

 

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